jueves, 4 de junio de 2015

Mujeres universitarias en mi vida

      Andamos celebrando el centenario de la universidad de Murcia, con toda pompa y circunstancia, como hace y conviene al caso, que ya el buen paño no se vende en el arca.
     Miro hacia atrás, no sólo sin ira, sino con el afecto sereno y sonriente que van decantando los trabajos y los días, con mucho amor, pues no en vano llevo más de medio siglo en estos lares. Profesor desde mis veinticinco años, estudiante y estudioso siempre, con el valor añadido de propiciar corrientes de ósmosis, centrrífugas y centrípetas, que deben estar en la base de todo lo universitario, católico por naturaleza, es decir, universal sin limitación de fronteras, no importa si es el mar o la montaña quien sale al encuentro.
      Abrir todas las puertas posibles, para que el aire y el buen viento establezcan corrientes creativas de la misma dirección y sentido contrario. Que lo de la universidad se proyecte a calles y plazas. Y lo extrauniversitario penetre hasta el fondo y techo en las aulas. Ya voy siendo mayor, pero mi fervor por todo esto no disminuye, antes al contrario, me reconozco pecador impenitente de permanencia que vive: paseo los claustros, predico en las aulas, hablo con quien lo solicita, escribo para quienes deseen leer. Y no me canso de mirar el impresionante jacarandá, el descomunal ficus, los rojos geranios de los parterres. Y todo a través de las tres ventanas que me siguen correspondiendo en suerte. Con el añadido de la sempiterna maceta que me alegra desde el alféizar más cercano, en mi despacho.
     Soy así, me gusta serlo y el empeño permanecerá mientras Dios, la naturaleza y otras circunstancias adventicias lo permitan, pues resulta inútil luchar a contracorriente. Y desventurados aquellos que disponen de tiempo para aburrirse cuando llega la edad hermosa de la senectud.
        Pero volvamos al centenario y a las mujeres que marcaron mi vida académica en mayor o menor medida. Huelga decir que he tenido docenas de compañeras de pupitre, muchas compañeras profesoras y varios centenares de alumnas, entre las que se cuentan bastantes discípulas eminentes. Pero no hablo de ellas.


  
   Ahora importan las tres profesoras que marcaron, en cierta medida, mi etapa de alumno en la Facultad de Letras, Filología Románicaque tal era la especialidad en aquellas calendas, con dos años de cursos comunes previos.
  La primera se llamaba Herminia Perales, a la sazón Catedrática de francés en el instituto Alfonso X el Sabio, mujer preparada, buena docente, meticulosa y exigente. Intensificó mi devoción por la cultura francesa, cuyo idioma había estudiado en bachiller con las carencias propias del tiempo, pues no disponíamos de profesores nativos y la fonética venía ilustrada con letras y otros símbolos. Sus clases resultaron un descubrimiento y nunca le agradecré bastante la rigurosa y elegante pronunciación, el rigor del trabajo intelectual y la gran cantidad de libros que me propició leer. Estuvo unos años sustituyendo al profesor Muñoz Cortés y desapareció de la Facultad por razones administrativas. Ignoro si todavía vive, pero mi recuerdo agradecido y su impronta personal y profesional permanecen.
   La segunda llegó al año siguiente para explicar Latín vulgar.  Se llamaba Teresa Soubriet, Tere para los amigos como ella decía, incluyendo a un grupo de estudiantes a los que seleccionaba. Las clases fueron muy bien con resultados óptimos. De siempre me gustó el latín y su visión acertada de la dimensión popular, de la calle, me vino como anillo al dedo. Pero lo que más y mejor recuerdo se refiere a la manera de tratar a los alumnos, lejos del encasillamiento y cierta distancia propios de la época. Siempre se mostro muy cercana, conversaba con nosotros por los pasillos, nos invitaba a tomar café y chatos de vino en cafetería y bares de la ciudad, nos abría su casa y siempre repetía que le gustaban los buenos alumnos que podrían devenir amigos fuera de las aulas. Un soplo de aire fresco en aquellos claustros un tanto densos y bastante encorsetados. Mi buen recuerdo también para ella.
   La tercera, sin duda la de mayor influencia, se llamaba y se llama Margarita Zielinsky, también profesora de francés. La tuve dos cursos como estudiante. Y después, muchos años como compañera de claustro. A medida que se alejaba la profesora, iba creciendo la compañera y amiga. Coincidía que era esposa del Profesor Muñoz Cortés y madre de tres hijos que fueron alumnos míos, lo que contribuyó grandemente a la cercanía y la amistad, que permanece creciendo con los años. Ahora pasa de los noventa, con la cabeza lúcida y la memoria más que feliz. Hace unos días la encontre cruzando un semáforo, ella en su sillita de ruedas y sus hijos acompañándola. Me detuvo y pasamos un buen rato recordando tiempos antiguos y modernos. Se acordaba de todo y todo lo comentaba como si el ayer estuviera perfectamente impreso en el presente. Como anécdota con humor, aún recordaba cuando me hizo repetir un examen con vistas a la matrícula de honor. Cuando ya jubilada, la encontraba  en las aulas de cultura, siempre que traíamos alguno de los muchos grandes escritores, sobre todo hispanoamericanos. Ejemplo claro de la relación maestra-discípulo, cuyas formas de trato van atemperándose con la edad. Cada vez que la encuentro es una ocasión de gozo para mí.
   Tres mujeres excelentes, tres magníficas profesoras que me ofrecieron y dejaron su huella. Ahora que celebramos el centenario de la institución las recuerdo con emoción y agradecimiento.
   NOTA BENE.- Os preguntaréis por qué incorporo fotos de Ana María Matute. Si bien lo pensáis, encontraréis razones y emociones suficientes para una  explicación plausible. VALE.

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