miércoles, 21 de enero de 2015

Me duele el pensamiento...



   Es una frase leída por primera vez allá por los comienzos de los años sesenta, siglo pasado. Corresponde a "Pabellón de reposo", de Camilo J. Cela. Andaba yo conformando mi Tesina de Licenciatura y la tal novela me llamó la atención sobremanera pues que tiene mucho más de expresión lírica que de narrativa, a tal extremo que las frases sueltas y comentarios del personaje y su carretilla constituyen un auténtico poema elegíaco, como tuve ocasión de comprobar al ensamblarlas adecuadamente, casi de manera lineal. El caso es que allí se afirma contemplando la tragedia en un pequeño reducto del jardín:"Me duele el pensamiento de no volverte a ver, viejo rincón". Hoy a mí también me duele el pensamiento.
  Claro, es justo y necesario que duelan las emociones, los nervios tensados por la experiencia triste, incluso el corazón físico al vivir un sobresalto que ahoga. Pero cuando el pensamiento duele, lo irremediable y sin salida se agolpa en la razón obnubilándola y haciendo sentir que pensar puede provocar el más profundo dolor de cuantos están reservados al hombre, esa especie de sombra que fué arrojada en el mundo, entre las cosas, para la sobrecogedora soledad de quien culmina la escala zoológica en posesión de un arma que los demás animales no tienen y que, con frecuencia y para sobrevivir, se vuelve sobre sí mismo, de ahí la paradoja tremenda.
   Recuerdo la frase con frecuencia, esta mañana la vez más reciente, una fuerte punzada. Paseaba como todos los días las calles de mi ciudad, entre la Rotonda, la Plaza de Juan XXlll, las Cuatro Esquinas, el Paseo de Alfonso X, la Plaza de las Flores y Santa Catalina, la Glorieta y la Catedral, para regresar a mi centro neurálgico profesional por la plaza de Santo Domingo y la calle de la Merced. Llegado que fuí a los escaparates de la librería Expolibro, me sorprende un libro editado con caracteres griegos, cual si hubiera sido publicado en la tierra de Sócrates.
    Entro, pregunto y el amigo librero de tantos años me informa. Es el único ejemplar que le queda, trajeron algunos más unos amigos del autor, que desaparecieron rapidamente. Editado en Atenas, ciertamente, bilingue, destaca más la tipografía griega que la castellana. Leo algunos poemas y algo me suena conocido, hay resonancias emocionales y de pensamiento que me resultan familiares.
   Al cabo, descubro al autor, Pedro Mateo. Y entonces lo entiendo todo. Fué alumno mío en la Facultad de Letras hace casi cuarenta años. Inteligente, inquieto, sensible y con cierto complejo de espectacularidad que cuadraba bien con su temperamento y carácter. Marchó a Grecia como lector de español. Durante  dos o tres primeros años mantuvimos contacto epistolar, pero al cabo de cierto tiempo no volví a saber de él, salvo esporádicas referencias de algún otro alumno o compañero.
   Y cuando a punto estaba de la despedida alegre por el encuentro despertador de agradables recuerdos, el amigo librero me termina de informar: muríó el verano pasado. La sonrisa se trocó en mueca hierática. Otra realidad contranatura. No es justo, ni siquiera correcto ni lógico, que los alumnos mueran antes que sus profesores, aunque sólo sea por razón biológica de la  edad. Recuerdo mi primer alumno desparecido en accidente de tráfico. Viajaba todos los día desde Cartagena, en motocicleta, para estudiar en nuestra Facultad. No hizo caso de mis prevenciones, joven al fín con todo el mundo por delante, y una malhadada mañana, en clase, me dieron la infausta noticia.. Después se ha repetido la experiencia y cada vez me produce la misma estupefacción, idéntico razonamiento desazonado, igual perturbación emocional.
   Pero no quiero terminar esta especie de desahogo y familiar elegía con tintes demasiado trágicos y oscuros. Desde donde pueda estar su espíritu alojado, quiza sea capaz recordar, sonriendo, la más peculiar anécdota que conmigo le sucedió. Tení yo fama de profesor joven pero serio en demasía para estas tierras levantinas. Solían decir que pocas cosas me alteraban y él concertó con sus compañeros que me haría salir de mis casillas.
   Tenía por entonces un amplio despacho con gran sofá y dos sillones patriarcales. Así que llamó, concedí la entrada y apareció con peculiarísima indumentaria para la época, bermudas de chillones colores incluídas, una jaula con dos canarios, una caña de pescar y un descomunal muñeco en forma de orangután, amén de sombrero tirolés con pluma de faisán incluída.
   Con parsimonia y en silencio fué colocándolo todo en orden y concierto, aguardando mi reacción. Culminada la escena, se me quedó mirando entre asustado y sorprendido, expectante. "¿Usted no dice nada, le parece normal todo esto?". "En cuanto a lo primero ¿qué esperas que te diga? Y lo que acabas de hacer me parece muy normal en tí. No te preocupes, que algunos profesores somos así, afortunadamente".
    Desencantado pero más tranquilo, quiso salir. Le pedí que se quedara, se arrellenó cómodo en el sillón de las visitas importantes, frente a mí. Por entonces yo fumaba puros habanos. Encendí uno y durante largo rato conversamos, amigablemente, de muchas cosas interesantes, comenzando por su teatral puesta en escena y acabando por el examen finl cercano, con el que culminaría su muy notable carrera de Letras.

miércoles, 14 de enero de 2015

Esta pequeña eternidad



   Es el feliz título de un libro - sínetesis del excelente poeta Rafael Guillén, al que no tengo el gusto de conocer personalmente, pero al que sí conozco de muchos años por razones profesionales: yo, profesor de literatura; él, poeta con merecimiento de lectura y explicación.
    Hace unos días, una buena amiga granadina me felicitaba la Navidad acompañando un ejemplar del citado libro, que Rafael Guillen ha tenido la gentileza de dedicarme "con amistad y afecto". En justa y pequeña correspondencia, mañana le remitiré muestra de mi otra escritura, a la que tan aficionados somos los profesores, por múltiples causas que darían bastante trabajo a los psicólogos behavioristas.
    En todo caso, me interesa dejar constancia de los diáfanos versos que pueblan el libro, inteligentemente espigado de su amplia obra. Mi clara recomendación de lectura, con dos avisos de amistad. Uno para los lectores primerizos, que no esperen encontrar poemas de andar por casa, sencillitos y asequibles, breves y algo superficiales como para distraer un rato sin que la lectura deje otra huella que rellenar un tiempo hasta otro. Piensen que aquí van a encontrar todos los grandes temas que afectan al hombre desde que apareció sobre la tierra, por otra parte no más de media docena que alcanzan al vivir, al pensamiento filosófico y a la encarnación definitiva de la palabra que convence y crea.
   El otro aviso es para los muy avezados, conocedores del mundo poético y pertrechados de vasta cultura, en ocasiones multidisciplinar. Que se dejen en el taller las herramientas críticas, analizadoras y exegéticas, pues como dijo el gran poeta y, por lo mismo, excelente crítico inglés, quien hojea estas páginas, estos poemas, toca un hombre. Piensen que el gran tema de ocupación, principio y fín de partida, es nada menos el tiempo y su problemática existencia, en lucha poderosa con la historia, sin que se constituyan ambas realidades en maniqueos opuestos, ni siquiera como aguerridos contrincantes que combaten en el puente de Chimbal, tal que Arimán y Ormuz.
   En este libro van a encontrar la voz de un hombre, de todos los hombres invitados, que a veces brota de las entrañas más profundas y, en ocasiones, de las hondas raíces del cerebro que piensa, medita y propicia el discurso más humano y liberador. En consecuencia y como decían los medievales, ´tolle et lege´.


jueves, 8 de enero de 2015

La última cigüeña



   Tomo el título de una novela que, por entonces, fue muy tenida en cuenta, bastante leída y bien escrita. Su autor, Félix Urabayen, fué catedrático de la Escuela Normal del Magisterio en Toledo. Escritor discreto en su tiempo, después olvidado como suele ser costumbre. Situación similar a la de Antonio J. Onieva, inspector de enseñanza primaria, que escribió "Entre montañas" para el mismo concurso, ganado por el enterior. El mundo de la literatura es así: docenas de escritores a la vez, algunos publican y venden según mercado, la mayor parte apenas son leídos aunque ganen abundante dinero. Con los pocos años, la inmensa mayoría son glosiosamente olvidados. Y una mínima parte transpasa el tiempo y permanece con mayor o menor fortuna: son los buenos de verdad, los imprescindibles, que diría Bertolt Brecht hablando de los hombres que se esfuerzan y luchan. Si lo preguntara ¿quien recuerda hoy a Manuel Fernández y González o  Rafael Pérez y Pérez, escritores famosísimos en su época, leídos con fruición por nuestras bisabuelas y abuelas, respectivamente, que gozaron de fama, popularidad y dinero?
   Hoy escribo estos apuntes porque acaban de comunicarme que la universidad piensa publicar el libro que recoge lo hablado y escrito a propósito de la última visita que nos hizo Vargas Llosa en 2011, un año después del Premio Nobel y para celebrarlo. Organizamos un importante congreso sobre su obra y su vida, cuyos textos alumbrarán parcelas de su territorio, por otra parte tan transitado. Tendremos ocasión de hablar más cuando salga de laas prensas.
   Ahora interesa destacar la hermosa relación de quien escribiera "La ciudad y los perros" (su mejor novela, junto a las magníficas y crecidas en madurez que después han seguido viniendo). Empezó con cortesía, destacando entre mis alumnos lecturas suyas decisivas, organizando encuentros y cursos de doctorado. Su respuesta fué siempre cariñosa, educadísima y cercana. Un día decidimos proponerlo para el título de Doctor honoris causa. Lo aceptó de mil amores y su investidura fué una fiesta difícil de olvidar.
   Como consecuencia, le pedimos su nombre y patrocinio para unos premios literarios. Nada opuso y nos permitió la utilización sin condiciones, de manera totalmente gratuita, actitud que quizá sorprenda en estos tiempos ramplones donde todo el mundo cobra incluso cuando debiera pagar, bien mirado. Y así surgió el Premio de Novela "Mario Vargas Llosa", de larga y brillante trayectoria, recbiendo en sus primeros diez años de vida casi tantos originales como el más famoso premio comercial del mundo. La publicación de los libros ganadores supone una interesante biblioteca, aunque se pretendía más dar a conocer autores jóvenes y nuevos que premiar a consagrados, como suele ser inveterada y errónea costmbre.
   También creamos un Premio de Cuento "Lituma", para gentes muy jóvenes, aunque no especificamente universitarios. Y al cabo, un Premio de Ensayo, éste sí para estudiantes de cualquier universidad que estuvieran matriculados el año de la participación. Todo gratis et amore, por su parte y por la de tantas personas que nos movíamos a su alrededor, en cuyo nombre agradezco tanta generosidad por parte de quien asimismo,  escribiera "La guerra del fín del mundo". Fuímos y continuamos siendo felices con semejante persona y su amistad. Que así, también, es la vida de reveladora, hermosa y gratificante.

domingo, 4 de enero de 2015

Viajar a la capital del reino



   Ayer viajé a Madrid por enésima vez. Lo verngo haciendo desde los veinticinco años, muchas veces por trabajo, algunas por impenitencia viajera y diversión semiculta, con el teatro y los museos como elementos centrales. El teatro Español y el Museo del Prado, dos glorias que necesitan presencias constantes y renovadas.
   Me suelo alojar en hotel discreto, algo galdosiano, cerca de la Plaza de Santa Ana. El Ateneo, la cervecería Lizarrán, la cafetería La suiza y el teatro citado. Paseando la plaza, siempre me detengo ante dos esculturas representativas que me producen reflexión y sonrisa: las estatuas de Calderón y García Lorca.
   Calderón es fundamental en la historia de nuestro teatro. Junto al genio disperso y arrebatado de Lope, creó el teatro nacional español, justo en el Siglo de Oro, de donde nos viene casi todo, incluída ladecadencia sociopolítgica; pero la cultura, allí está concentrada, pues resume la Edad Media y deja todas las compuertas abierta para el futuro en el que todavía estamos Muy oportuna su estatua en la plaza, frente al teatro por antonomasia. Grande, sedente, majestuosa en lo que cabe, como dando la bienvenida y bendiciendo (laica y religiosamente, no hay que olvidar que levantó el monumental edificio de los Autos Sacramentales elevados y profundos, para mí "El gran teatro del mundo" como referencia intelectual y emocional importante por lo que otro día comentaré) a todos los paseantes que deambulan por la plaza.
   El caso de García Lorca es muy distinto. A la hora de elegir acompañante para Calderón ¿no existen otros desde el siglo XVIII con mayor capacidad creativa y de atracción? Sin duda que sí. Pero algunos españoles somos así, nos apuntamos a las modas, a lo último, a lo que llama la atención de los poco atentos y bastante superficiales. Si a eso le añadimos el elemento político de escasa consistencia, pues nos hallamos ante lo evidente y de relevancia relativa.
  Es el caso que llegaron otros, como dice Neruda en famoso poema. Con pequeño barniz cultural, desconocimientro de nuestra historia, gran ambición personal y audacia propia de adolescentes. Y dijeron que Antonio Machado (nombre de librería) necesitaba reivindicación, que no lectura porque eso exige mucho esfuerzo y ellos andaban en otros menesteres. Nos engañaron a todos y nos frustraron. Algunos tuvimos paciencia porque esperábamos que pasara el sarpullido y las aguas volvieran a su cauce, de modo que los zapateros regresaran a sus zapatos. No ha sido así y bien que lo siento, incluída la vergüenza de la corrupción que los iguala con los corruptos habituales.
   Pero volvamos al origen teatral. ¿A quién, bastante inculto aunque apasionado, se le ocurrió colocar esa escultura pequeña, a ras de suelo, en actitud bastante cursi, un tanto mendicante y desvalida? Produce la sensación de un pobre vergonzante necesitado de ternura.
   Bueno, pues allí está porque alli la dejaron. Cada vez que voy saludo a los dos. A Calderón, con respeto, admiración y reconocimiento. A García Lorca, con afecto, cercanía y una micra de protección.