martes, 16 de junio de 2015

Cursos de verano, experiencia formidable en El Escorial

   Sabido es que los cursos de verano nacieron como extensión natural universitaria, una vez terminado el curso académico normal y aprovechando la época estival para no cerrar del todo los edificios clásicos y, con ello, aprovechar para satisfacer el deseo de conocimiento de los más interesados y avanzados estudiantes, acompañados de sus profesores y otros invitados como excepción positiva. Todo, en ambiente y contexto más relajado, armonizando una vez más la fórmula horaciana de mezclar lo dulde con lo útil.


     ¿Y en qué han venido a terminar? Prefiero no emitir juicios de valor, pero en estos tiempos difíciles (también para la lírica) cualquier universidad de pacotilla, de las docenas que pueblan el país, completamente innecesariaas y, en ocasiones, francamente perjudiciales pues no alcanzan los mínimos axigibles a tan prestigiosa y pretigiable institución, se siente en la obligación de programar un campamento de verano con cursos que harían reir si no fueran para llorar. Eso sí, los publicitan a bombo y platillo, afreciendo toda clase de prebendas y maravillas, entre otras los asendereados "créditos" para rellenar curriculum.
   Por nuestra parte, vivimos época dorada en El Escorial, vía universidad complutense. Dirigí un curso anual durante una década, con un equipo ya baqueteado en duras y brillantes lides: me siento muy orgulloso de las gentes que conmigo colaboraban, convencido entonces, y ahora de su labor discreta entre tanto artista de la palabra, cuyos egos, a veces, no resultaban fáciles de modular.
   Allí llevamos a cuantos escritores tenían algo que decir interesante. Hispanoamericanos y españoles con preferencia, aunque también arribaron de otras latitudes y lenguas. Vivencias extraordinarias y resultados magníficos. El esquema era muy sencillo: conferencias por la mañana, coloquios y lecturas por la tarde, conversaciones inacabables por la noche hasta el amanecer.
      Disponíamos de dos estupendas sedes, la Residencia Infantes y el hotel Felipe II. La primera, modernizada y junto al Monaasterio, en el pueblo. El segundo, allá en lo alto, entre pinos y retamas, rodeado de   granito montaraz emanador de efluvios misteriosos. Su terraza impresionante no tenía parangón. Desde sus veladores, igual podías padecer (es un decir) un sol de justicia que contemplar la luna de agosta casi como si estuviéramos en una casa de te occidental. Todo hermoso, natural y atractivo. Si añadimos los cafetines, las heladerías y  algunos otros lugares de diversión, el conjunto resulta dificilmente superable. Se trabajaba bien, se aprendía mucho y la equilibrada relajación no faltaba.
   Venian de todas las latidues y la mayoria con altas capacidades y especialidad, importantes en su trayectoria profesional. Ciencias y letras estaban siempre bien representadas. Y desde discretos profesores hasta premios Nobel, es lo cierto que cada verano se concitaban personalidades relevantes que mucho tenian para enseñar.
   Por lo que a nuestro mundo se refiere, todo parabienes
y satisfacciones. Repito que dirigimos y organizamos una decena de cursos literarios, con sus correspondientes coloquios, mesas redondas y lectura de textos comentados por los propios autores. Medio centenar de grandes escritores, profesores y criticos pasaron por aquellas aulas privilegiadas. Quienes vivimos tan elevadas experiencias, experimentamos cierta capacidad de orgullo sano, incluso en el recuerdo.

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