miércoles, 1 de abril de 2015

Tres mujeres en mi vida universitaria

   Sabéis que celebramos el centenario de nuestra Universidad, de mi Facultad de Letras, en la que llevo viviendo, como en mi segunda casa, más de medio siglo: cinco años para la Licenciatura en Filología Románica y el resto como profesor, amén de otras actividades paralelas que, al decir de José María de Heredia, vengo desarrollando con mayor o menor fortuna. El caso es que miro hacia atrás sin ira, antes al contrario, con amor profundo a las personas y las cosas que la vida me fué ofreciendo, de modo que el ala de lo recibido excede el vuelo de los posibles méritos.
   La panoplia de las celebraciones se promete amplia y cualificada. Y en su marco, el capítulo femenino está recibiendo buen tratamiento, con cierto necesario grado de reivindicación. En tal sentido, me es muy grato aportar un pequeño grano de arena centrado en tres mujeres, que fueron mis profesoras y acabaron siendo amigas entrañables.
   Comienza la historia el año 1958. En el mes de julio realizo las pruebas de ingreso y comenzamos en octubre el primero de los dos cursos comunes, con catorce asignaturas de las de entonces, aventura que sorprendería sobremanera a los estudiantes que hoy pueblan la Facultad bajo la égida disonante de Bolonia. La muy atractiva Historia del arte universal comenzó explicándola don Cayetano de Mergelina, erudito y sensible, con gran sentido del humor, viejito entrañable que, a las pocas semanas y pequeño terremoto mediante percibido en clase, pasó el testigo a su hija Virginia con todos los predicamentos.
   El arte de los egipcios como base de sustentación proyectiva, el origen de lo artístico en occidente. Después el arte griego a manera de canon que todo lo estableció y del que todo se derivaría a través de los siglos que fueron ofreciendo, quizá, variaciones sobre los temas troquelados en Grecia. La funcionalidad del arte romano, la arquitectura desde las Pirámides a las grandes Catedrales, la pintura europea a grandes rasgos y, sobre todo, la escultura mediterránea. Todo ello incrementó mi pasión por las artes plásticas, correlato de la literatura que aún me atraía más. 
    Buena profesora,  preparada, hablaba bien con voz tímida y lo memorizaba todo. Sus clases magistrales lo eran de verdad. Nunca se sentó, explicaba siempre de pié, apoyada suavemente en el borde de la mesa profesoral. Persona exquisita, de trato afable, comunicaba poco con los alumnos fuera del aula, pero en tanto que compañera con los años, siempre resultaba acogedora y propensa a los buenos consejos, tanto profesionales cuanto humanos. Conversábamos mucho en el campus y en las reuniones de profesores, hasta que las juntas de Facultad se tornaron poco atractivas por el número y la superficialidad de los debates,mayoritariamente centrados en cuestiones administrativas. Ella venía de otra universidad mejor y se le notaba rasgo y ejemplo que siempre aprecié porque mucho influyó en mi vida.
   Pasaron dos años y en tercer curso encontramos otra profesora de talante muy distinto,de muy diferentes maneras de manifestarse, abierta y enérgica, incitadora siempre, muy atractiva su eneregía para los jóvenes estudiantes. Se llamaba Teresa Soubriet, Tere para los amigos. Trabajaba con el profesor Muñoz Cortés y nos explicó el Latín vulgar, contrafigura necesaria del clásico que discurría por otros cauces en otras aulas. Lo hacía muy bien, con precisión y tino. En sus clases podíamos participar, novedad para la época. Era muy cosmopolita y aprovechaba cualquier oportunidad para invitarnos a un vino en Rambla o Los Zagales. Aportó aire fresco, que le agradecimos. Pero desapareció pronto de los claustros. La ubicábamos en otros pagos, quizá Madrid o el París de los artistas. De menor influencia, su recuerdo sigue siendo agradecido por quienes fuimos sus alumnos y un poco sus jóvenes amigos.
   Y en esto llega quinto curso con todo lo que supone la finalización de los estudios reglados de licenciatura, veteranos como éramos y ya con un cervantino pié puesto en el estribo de la transición al trabajo y la diáspora previsible. Entonces apareció la tercera mujer, profesora Margarita Zielinsky, esposa del profesor Muñoz Cortés, ambos procedentes de la Sorbona, director él del Instituto Hispánico. Su ámbito era el francés, cuyas tareas docentes compartía con el profesor Sobejano, que nos explicaba Estilística francesa con gracejo y buena pronunciación. Ella se ocupaba más de la fonética y la sintaxis con métodos novedosos y, en ocasiones, experimentales. Aprendíamos mucho y bien. Con el tiempo, sus hijos fueron alumnos míos y eso me congratula. Muchos años en la Facultad, hasta su jubilación. Amistad creciente y duradera. Con el tiempo, ya jubilados los dos, me emocionaba verlos en pareja asistiendo a los encuentros de escritores que, por aquellas fechas, organizaba la Cátedra de Literatura hispanoamericana. Así cerrábamos un hermoso círculo de docencia-discencia, con los valores humanos a flor de piel, decantados en la edad y siempre creativos.
   Tres mujeres universitarias excelentes. Tuve la suerte de conocerlas, aprender mucho de su magisterio y, sobre todo, gozar de su compañerismo y amistad. Hoy miro a las machadianas galerías del recuerdo y me siento privilegiado y agradecido.

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