miércoles, 22 de abril de 2015

La torre y el campanario, las cigüeñas



   Pequeña iglesia de un pequeño pueblo castellano, Duruelo de la sierra, el de Soria, no el de Segovia de San Juan de la Cruz. Aquí viví hasta culminar los primereos quince años de mi vida, siempre a la espera de comenzar unos estudios de bachillerato que se resistían a llegar. Mi padre, como sabéis, excelente maestro de enseñanza primaria, procedente de la Institución libre de enseñanza (con todo lo que eso supone) me ofrecía siempre la misma respuesta, mientras liaba uno de sus peculiares cigarrilos de picadura y petaca: "Este año tampoco puedes hacer el examen de ingreso. Lo entenderás cuando seas mayor.". Así desde los diez años, cuatro meses de junio consecutivos.
   Hasta que se produjo el milagro, pues que lo más grande de los milagros es que existen. y comenzó todo a ritmo trepidante. Vinieron los viajes en tren, los autocares, las distancias largas, el desplazamiento de la casa familiar, las nuevas tierras, los amigos nuevos, los primeros amores de prejuventud, tan importantes y siempre recordados para componer mejor la historia personal y colectiva. Y llegó el estudio, abarcador de tantos afanes, promotor de tantos proyectos, meta y camino que me fueron configurando persona para siempre.
  Y esta  que acompaño es una de las últimas imágenes que conservo en la retina, antes de partir, al atardecer de aquel día de septiembre de 1952. Levemente modificada por el tiempo y la riqueza. Entonces no existía la iluminación devcorativa y sugerente, la piedra sillar aún no había sido embellecida, así como nuevas son las melenas de campana, entonces bastante deterioradas. Todo lo demás permanece tal como entonces. Incluídos los dos cigüeños, nacidos en primavera y ya crecidos, dispuestos para el vuelo al calor de Africa, después de un laborioso y familiar aprendizaje de meses intensos. Toda una metáfora que bien pudiera ser nuestra.

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