domingo, 20 de marzo de 2016

"La manta del abuelo", fábula que pudo ser de Fedro, Esopo y Lafontaine

  Acabo de vivir dos acontecimientos que me han producido vergüenza ajena por la miseria moral de sus protagonistas, amén de su torpeza y miopía histórica y humana. En ambos, la frustración y el desagradecimiento. Los dos, despreciadores de su propia realidad personal, acomplejados y con bastante miedo irredento, que ignoro de dónde les puede venir en este mundo libre de ancestrales y ominosas cadenas represivas.
  Las dos historias tienen que ver con los libros, por eso vienen aquí. Ambos habrían recibido, de mi parte, una formidable catilinaria de haber sucedido hace tan solo diez años. Ahora, no. El tiempo y su lento discurrir a estas alturas, sin duda, proporciona una peculiar atalaya desde cuya elevación uno se muestra, si no más comprensivo, sí mejor dispuesto para el consejo que para la merecida reprimenda. Por si les pudiere ser útil, aunque superado el medio siglo de vida, parece difícil que puedan cambiar sus deseducados modos por otros más aceptables y proclives a la serena y armoniosa convivencia.
  Atalaya he dicho. Desde la tal, un director de periódico indica que debe renovar las firmas de su medio y sustituir a los viejos por jóvenes más "a la page". Demasiados libros en alguna colaboración, demasiada dificultad de lectura en un medio que mañana servirá para envolver el pescado. Sus carencias intelectuales, parejas con su prepotencia ignara.
  La otra es aún más triste: no comprar determinados libros a sus hijos, porque son caros en exceso, lo que no es obstáculo para que el interfecto tenga un abono completo al fútbol.
 La manta del abuelo, cada vez más vigente. Merecidas herencias que se van sucediendo, de victoria en victoria creciente hasta la derrota final.

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