lunes, 9 de febrero de 2015

Pequeña historia de un profesor


   De un profesor de literatura, naturalmente, pues en mi caso dificilmente podría intentar la biografía de cualquier otro profesor, salvo la de un maestro de enseñanza primaria, porque lo soy por encima de todo, porque viví numerosos experiencias de maestros cercanos desde mi niñez despierta sin solución de continuidad hasta el presente. Como afirmaba Heredia, el gran poeta hispano, a propósito de sus oficios hasta las leyes y la escritura, con mayor o menor fortuna yo también he sido leñador, jugador de futbol a lo Gainza, dibujante de oficio y por vocación, componedor de periódicos murales, buen pendolista cuando la ocasión lo merecía, hábil campeón de pingpong, dominador de textos de catecismos de memoria, pelotari vasco, aficionado tenor de romanzas y gestor de administraciones azarosas y otras loterías.
   Hasta que llegó el momento de la gran decisión frente a un dilema dificilmente resoluble, complicado más por el empeño de un mi profesor de física y química, que insistía en mi dedicación a la pintura. No quedé bien con él y reduje mis virtualidades a la doble opción de contrarios dentro del mismo campo de Agramante: la escritura o la enseñanza. Me gustaba escribir y lo practicaba todos los días. Un dato para la historia de los curiosos: durante el bachillerato, ganaba casi todos los concursos literarios, así fueran de creación, de investigación histórica o de ensayo. Hice la carrera universitaria y crecían las resmas de folios escritos, en general destruídos por autoexigencia implacable y un cierto grado de razonable duda respecto a  la obra en el porvenir. La discretamente bien cortada péñola pesaba mucho, aunque ciertamente no gravitaba menos la tendencia docente tan vivida y practicada en los pocos años de mi juventud. Las clases de adultos ayudando a mi padre, la pequeña escuela de Isso (resonncias alejandrinas), clases particulares a jóvenes alumnos, participación en bastantes proyectos docentes, la inquietud por hacer partícipes a otros de lo aprendido por privilegio, la vocación docente sin paliativos y tan atractiva.
   Y así llegó el borgiano jardín de los senderos que se bifurcan. La vía romana era única: viviría de los libros, eso resultaba indudable. Pero ¿de los libros salidos de la propia escritura creativa o de los libros utilizados como fuente y catapulta para una enseñanza idónea?. El razonamiento fué largo, pero al final aparecieron algunos signos prometedores, como tengo dicho y escrito en ocasiones varias. Calibré resultados y decidí una postura de compensador eclecticismo: sería profesor con todas sus consecuencias. Y continuaría escribiendo para mí, para los pequeños círculos simpatizantes y por la inevitable y fecunda necesidad de organizar las emociones a través de la traslación metafórica libre, duradera y sin concesiones.
   Ahora regreso a las machadianas galerías del recuerdo para rememorar la esencia de lo realizado y que pudiere ser útil para las gentes jóvenes, tanto para los que se decantan, agradecidamente, como discípulos reconocidos, cuanto para los que recibieron las lecciones con mayor refracción, incluso para los miles que se limitaron a recibir clases para aprobar exámenes que les permitieran títulos académicos para sus pequeñas profesiones, en general administrativas, con vocación de funcionarios probos que cumplían el trabajo preestablecido por los   carriles  marcados sin mayores preocpaciones de cambio. Todos merecen atención y recuerdo.
   Vayamos a los orígenes. Aquel chico inquieto se manifestaba campeón de varios deportes, entre los que destacaba la lectura en cualquier tiempo y lugar: "Los héroes", de Carlyle, "Madame Bovary", de Flaubert, "Fortunata y Jacinta", de Galdós, fueron devorados a los catorce años, valga como ejemplo de inicio y trayectoria. Muchos años después, el recuerdo le haría sonreír, porque un cierto grado de juvenil pedantería pudiere subyacer en el proceso. Los tiempos eran así. Como también provocaban la casi imposibilidad del bachillerato y la universidad, siendo así que para los pobres el estudio es un acto de rebeldía impresionante, con virtualidades personales, pero sobre todo colectivas. La revolución infalible proviene de los libros y nuca falla ni traiciona.
   Pasó el tiempo, tuve ocasión de hacer lo que más deseaba y a los veinte años el pater familias me sugiere:"Haz la oposición de Magisterio. Tendrás un puesto de trabajo para siempre y podrás emprender otras aventuras con mayor tranquilidad". Miró al soslayo, terminó de liar el enésimo cigarrillo, cerró la petaca, fuese y no hubo más por el momento.. El día que me vió catedrático de universidad, enhebró la pasada conversación:"Te lo dije. Y ahora sabes que los caudales acumulados nunca estorban, permiten su crecimiento y traslación". El me inició en el concepto, métodos y programas que el tiempo me permitiría poner en práctica. Y me dirigió a todos los maestros que pudiere tener con el tiempo. Buen plan de trabajo que me llevó a modificar algunos principios que pudieran ser falsos.
   Profesor de bachiller en el colegio de los HH. Maristas. Explico Literatura, Griego y Filosofía. El mundo de las humanidades es amplio. ¿Quién acotó que unicamente ha de explicarse la asignatura de tu presunta especialidad? ¿Cómo explicar a Quevedo sin conocer la Biblia, a Cervantes sin frecuentar el latín, a Calderón desconociendo la filosofía y la teología? Y allí comenzó el primer cambio. Primero, los estudiants leían los textos de creación sin explicaciones previas, de manera intelectualmente virginal, para que las emociones surgieran y recorrieran el camino hacia las ideas. Después venía la puesta en común, diálogo socrático con apenas intervención mía. Pasado un tiempo, les daba mi explicación orientadora y, al cabo, estudiaban sistematicamente los temas que ahormaban la historia. Les repetía: el que no lee y comenta nunca sabrá literatura, aunque memorice todos los manuales, pues que la historia organizada es una superestructura que acoge y poyecta, nunca la base inicial del conocimiento, que una cosa es la simple información y otra la fermosa cobertura ( Marqués de Santillana dixit) que debe ser captada en primer término para que el arte surta su efecto conformador creciente. El pensamiento sensible y la sensibilidad razonada son como el haz y el envés de una misma hoja. Lo propio fue que mis alumnos portaban a diario los libros que debían leer, siempre presentes en clase junto al diccionario y los cuadernos personales en permanente anotación.
   La literatura como algo vivo que propicia el dese de saber más y vivir mejor a través de los inmensos campos por descubrir y roturar, milagro que repiten las personas y los grupos desde la primera vez que tuvieron un libro en sus manos, proyectado al corazón antes de alcanzar la meta del cerebro, alfa y omega de toda creación y actividad humana.
   Durante algunos años simultaneaba la presencia de alumnos primarios, bachilleres y universitarios, porque andaba convencido de la fusión como amalgama mutuamente influidora y beneficiosa. Niños de diez años, adolescentes de quince y jóvenes de veinte, todos con los mismos libros, diferentes niveles y estímulos complementarios que de mí partían y regresaban a mí acrecentados: nunca me cansaré de repetir el rejuvenecimiento que me proporcionaba, y todavía, esta manera de entender y practicar lo que los libros encierran dormidos, a la espera de la becqueriana mano de nieve que sabe arrancar las notas del arpa.
   Y llegó el tiempo de las cerezas en otoño, es decir, de la obligada elección. Y hube de quedarme sólo con la universidad, pasando los otros dos niveles a buscadas coyunturas de lugar, tiempo y alumnos. Continuaba conservando pequeñas parcelas, incluído un pequeño grupo de "nietos" vecinos que aún me buscan para los deberes de lengua y algo de literatura en estos tiempor torpes de la enseñanza en retirada, pero ya no podía ser lo mismo, y bien que lo lamenté durante algunos años.
  La universidad. Renuncio a la crónica de lo que, en general y con la mejor intención por su parte, recibí de mis profesores a los que continúo respetando por múltiples razones. Apuntes amarillentos, crítica hidráulica (fuentes, influencias) y erudición como aspiración profunda. Ni un libro leído en clase, ni un comentario de texto más o menos inmanente. De manera que se podía obtener buenas calificaciones sin haber leído un solo libro "por obligación". He aquí dos frases muy repetidas cuando entonces. "El que quiera leer, que lea, esto es voluntario". "Obligar a leer supone despertar odio por la literatura". Tonto profesor había presumiendo de no haber leído un libro en bachiller. Y otro más tonto se ufanaba de ser catedrático de universidad sin haber terminado El Quijote. Continúa en ambos esfuerzos, ya próxima su jubilación.
   Rebotado por los exámenes memorísticos, durante algunos cursos pretendí el respeto a la "tradición" con algo de innovación. Exámenes orales, para que pudieran explicarse mejor. Un fracaso, que clausuré cuando un alumno de cuarto de Filología Románica pasó varios minutos hablando de la parte en prosa del "Libro del buen amor". Exámenes escritos, que clausuré cuando una alumna de quinto vino a revisarlo y, al contemplar los folios plagados de lápiz rojo, terminó llorando al decir:"Estaba convencida de mi buen examen, intenté reproducir todo lo dicho en clase por usted".
    Eliminé los exámenes durante los últimos treinta y cinco años de mi tarea docente, sobre la base de unos principios elementales, breves y claros. Los ofrecía en el mes de octubre y los convocaba para junio, entrevista personal, sin prisas, a la vista todo el trabajo realizado. Los dejaba hablar, alguna precisión por mi parte, y a tenor de lo realizado, ellos mismos se adjudicaban la calificación, primera virtud del trabajo. La segunda venía dada por los ausentes: quienes no había hecho lo mínimo, no podían presentarse. Beneficio para todos.
    El trabajo se dividía en tres capítulos:
     1.- Temario, resúmenes de temas a su libertad, tres folios como máximo por tema. Múltiples fuentes, incluída internet los últimos años. Poca repercusión en la nota.
       2.- Textos comentados en presencia. Una Antología preparada ad hoc. Prosa y verso. Casi nunca se terminaba el comentario en clase, para que ellos pudieran darle forma final con sus peculiaridades.
      3.- Diez libros íntegros leídos. Les proporcionaba una lista de 100 para elegir. Diez era el mínimo, sin limitación para el máximo.
   Con todos los materiales acopiados, venían a la entrevista. No tenían obligación de asistir a clase, podían consultar siempre, incluso traer propuestas de resúmenes, comentarios y libros leídos para corregir y orientar.
   Los resultados eran buenos. El amplio porcentaje de quiens solo pretendiían aprobar, lo tenía fácil y apenas molestaba en clase pues que, cuando asistían, no solían intervenir. El pequeño grupo de los notables-sobresalientes trabajaba con soltura y cierta despreocupación. Y los muy buenos no me dejaban vivir, siempre ambicionando más y mejor. Y en cuanto podían, se incorporaban al equipo de trabajo, del que escribiré otro día.
   Como facilmente se observa, muy poco nuevo bajo el sol, aunque parecía extraño y presque revolucionario comparado con el sistema tradicional: lección magistral, apuntes ad pedem litterae, exámenes escritos, calificación y todos contentos.
    Lo diré una vez más. Al cabo de todo, sólo sabe literatura quien ha leído mucho y bien. El problema está en el mucho y, sobre todo, en el bien. Su definición precisa necesitaría de un amplio seminario. Quede para venidera ocasión.

No hay comentarios:

Publicar un comentario