sábado, 21 de mayo de 2016

Exámenes inútiles, tiempo perdido


   Cuando salía del trabajo esta mañana, he coincidido con un antigua alumno, profesor hoy, cargado de una resma de folios bajo el brazo. Sin preguntar, me ha respondido: "Todo esto son exámenes por corregir. Les dedicaré todo el fín de semana. !Qué lata!".
  Claro, claro, pero todo el mundo sigue haciendo exámenes en la universidad, por dos razones fundamentales, complementarias e inseparables, como un Jano bifronte, aunque los profesores lo nieguen. Primera razón, el ejercicio de un pírrico poder. Segunda razón, el control de conciencias, que los alumnos perciban la superioridad de la que dependen. Adrede he utilizado la palabra razón, ironía y sarcasmo en grandes dosis.
  Tal situación me produce conmiseración, pena y una cierta dosis de rabia.  ¿Hasta cuando vamos, van, a continuar con estos métodos antediluvianos, decadentes, obsoletos y ramplones, que para nada benefician al conocimiento, la ciencia y el arte?  El vulgo es necio. Y los estudiantes, en gran medida, evidencian una necedad proporcional a su estatus de bachilleres poco avisados, escasamente preparados para ocupar dignamente las aulas. Ellos sabrán, porque se juegan mucho en esos años de transición a la incipiente madurez.
  Mientras cruzaba la Plaza de la Universidad, un recuerdo y una pequeña reflexión. Vuelvo la vista atrás. Mi niñez y la escuela primaria, que hice por completo con mi padre, uno de los grandes maestros conocidos y por conocer. Nos preparó tan bien, que los dos primeros cursos de bacchillerato de entonces, comenzado a los catorce años, los hice en un solo examen, convocatoria única, enseñanza libre, en el instituto de Albacete, frente al parque.  Mi padre llevaba un libro registro de todos los alumnos. Y al cabo de un mes, a todos los conocía de tal manera, que nuca hizo ningún examen. Explicaba todos los días, preguntaba todos los días, nunca puso deberes para casa, todo el trabajo se realizaba en clase. Y al final de curso, la calificación era exacta y apropiada. Siempre repetía lo mismo: "Si un maestro tiene que mandar deberes a casa o realizar exámenes para calificar a los chicos, mal maestro".
   Fue mi gran maestro, mentor y buen conversador durante mi amplio periodo de preparación personal. Y después, siendo ya catedrático de instituto, solía decirme que ya no tenía nada que enseñarme. Cuando me cansé de oirlo, le conté la aporía de Zenón de Elea, sobre la tortuga y Aquiles disputando una carrera con unos metros de ventaja inicial para la tortuga. Entendió el mensaje: igual que Aquiles nunca alcanzaría a la tortuga (tiempo y matemáticas y geometría mediantes) yo tampoco lo alcanzaría a él nunca. Y no era devoción de hijo.
   Así que, alcanzada la madurez y ya catedrático en la universidad,
fue cuestión de poco tiempo el descubrir la inutilidad de los exámenes, escritos sobre todo. Decidí buscar nuevo método de calificación. y lo encontré idóneo, partiendo de un axioma indiscutible: sólo sabe literatura quien ha leído mucho y bien. Cantidad y calidad.
  El problema está en armonizar lo cuantitativo y lo cualitativo, partiendo de unos niveles mínimos, pero muy superiores a los lectores medios, que suelen leer casi en exclusiva para la diversión y el paso no inútil del tiempo.
  En consecuencia, lo primero fue organizar una lista de libros obligados. Insisto en la obligación, porque se ha extendido en exceso la tontería de la pedagogía behaviorista y permisiva: si se obliga a leer, se despierta el rechazo a los libros. Todo lo contrario, pero este axioma lo discutiremos otro día.  Me costó trabajo elegir, pero al cabo quedó completa la lista: Cien libros de obligada lectura.
  Sobre esa base, tres capítulos de trabajo. Uno, cada alumno prepara los temas del cuestionario, utilizando manuales y apuntes de clase, con una extensión máxima de tres folios por tema. Dos, comentario de textos breves, en clase y fuera de ella, utilizando una antología que ples preparé. En clase establecíamos las bases fundamentales de lectura análisis y comentario. En casa, terminaban la tarea, individualmente o en grupo, a su arbitrio. Tres, lectura periódica de un libro completo, cuya puesta en común básica también realizábamos en clase.
   Fuer de ello, a cualquier hora y en cualquier lugar, empezando por mi despacho y terminando bajo las palmeras del pequeño campus, me tenían a su completa disposición para sugerencias y consultas.
  Ellos trabajaban con sus propios métodos, acopiando materiales, fichas, textos redactados, anotaciones al margen de los libros, etc. Todo lo que estimaren oportuno. Y al final de curso, uno a uno, venían con todos sus materiales, que colocaban sobre mi mesa de trabajo. Yo los revisaba con detalle y, a continuación, una entrevista larga para matizar la nota.
  Resultado: buenas calificaciones para casi todos, porque habían trabajado mucho y bien.  Y ningún suspenso, porque los despistados, valga el eufemismo, no se presentaban motu proprio.  Felicidad y buen ánimo para todos. Amen.




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