domingo, 12 de junio de 2016

RESIDENCIA EN CANOVAS DEL CASTILLO, amable acogida

  Los padres de aquellos tiempos no se fiaban mucho de la vida que podrían levar, y la que podrían recibir, sus hijos alejados de casa, yendo a vivir a ciudades grandes y sin la experiencia necesaria de la vida. La gran mayoría de los estudiantes universitarios acababan residiendo con familiares mejor o peor dispuestos, en Colegios Mayores y, los menos, en casas de confianza conocidas a través de amigos comunes o deudos fiables.
  Cuando hube de viajar a Murcia para sentar plaza de estudiante, mis padres habían hablado con otros maestros ,padres a su vez de un estudiante de Letras, exseminarista por más señas, y que estudiaba un curso más que yo. Ni pintiparado el caso-asunto. Iría con él.
  Llegamos a eso de media tarde a la estación ferroviaria del Carmen con dos pesadas maletas. Cogimos una tartana entre cuatro, pues el don Simón, si que más cómodo, nos quedaba pequeño y caro. Dejamos a los otros dos en el Colegio Mayor y al poco enfilábamos la calle Cánovas del Castillo número tres, justo frente a los buzones metálicos de Correos, fachada lateral. Durante cinco años me acompañaría el golpe cantarino de las portichelas de los buzones cada vez que se introducían cartas.
  Edificio de tres plantas, sin ascensor, edificación corriente de ladrillo visto en parte y en parte recubierto de cemento de mala calidad, quizá de los años cuarenta, las famosas casas baratas, que en la ciudad solían ser un poco  mejores. Un pequeño zaguán escasamente iluminado (apto para pequeños escarceos que pronto habrían de llegar y sobre los que conviene correr un tupido velo) y las estrechas escaleras al frente, dos tramos y nos colocábamos frente a la puerta, que nos abrió una moza veinteañera, hija menor de la familia. Había otras dos h ermanas, una oficinista y modista de altos vuelos la mayor.
  De momento, interesaba más doña Teresa, la dueña y esposa de un señor maestro conocido en el mundo educativo, con el que pocas veces hablamos por ser persona retraída, de aspecto un poco distante y por su convicción de mantener la seriedad del pater familias como conditio sine qua non para una vida en común equilibrada.
  Y apareció en el umbral de la un poco chirriante puerta. La clásica madre de familia de la época, edad indefinida, el pelo un poco blanco y recogido atrás, gafas graduadas, sonrisa abierta y protectora ya desde los comienzos. "Anda, pasar, que os estaba esperando. ¿Tú eres el nuevo? Tienes cara de estudioso. ¿Cómo se ha quedado tu madre. Ya le escribiré yo para tranquilizarla".




    Nos informó y previno de todo, para terminar diciendo que nos había preparado cena como bienvenida, pues bien sabíamos que la pensión incluía dormir y desayuno. Entre paréntesis: comida y cena en el restaurante "Los tres negritos"  (¿Algo que ver con Agatha Christy? Mucho más de lo imaginado), de indescriptible presencia, ornamentación y cocina, a no ser por la hija del mesonero que, jóvenes y un tanto lugareños al fin, solía compensarnos con plato más lleno, incluso doble fruta, según la mirásemos con mayor o menor deferencia, digámoslo con discreción.
  Habitación doble, dos camas gemelas de torneados barrotes de madera, colchón duro y almohada generosa. Un armario espacioso y una mesa mesa.camilla para estudiar: apenas la utilicé, pues estudiaba inclinado en la cama, por algo digestivo que con los años se reveló hernia de hiato. Amplio ventanal-mirador desde donde podíamos ver a tres jóvenes pizpiretas en la casa de enfrente, inevitables novias de primer curso, recatadas compañeras de guateques, perfectamente asesoradas por sus mamás.
  Al cabo, una terraza-solarium en las alturas a la que subía con relativa frecuencia,por la noche, para dejarme bañar por la luna (no se olvide mi origen montaraz), ver y escuchar las campanadas del reloj de la catedral y escribir mis encendidos textos creativos ( a la sazón, poca poesía y mucha prosa, así como ensayos dignos de mejor causa).
  Empezaba vida nueva, ciudad nueva, casa nueva y nueva universidad en la que habría de permanecer sine die.  Pero esta es ya otra historia.

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