viernes, 3 de junio de 2016

Abandonar la casa, imperativo de la edad



   Antes de nada, como decíamos los niños de mi generación ante cualquier evento que nos afectara y, sobre todo, que nos atrajera de modo imperioso, es verdad. Disponíamos los preparativos y, justo en los inicios inminentes, siempre había uno que decía: "Antes que nada, vamos a comprobar los macutos".  Por ejemplo. Y admitidme la palabra macuto antes que nada, porque os aclaro que andábamos, a la sazón, inmersos en el Frente de Juventudes y sus campamentos de buen comer y mejor hacer deporte sin que nos obligaran, así fuera de montaña o de mar.
  Pues antes que nada, os quiero decir que voy a dedicar tres a cuatro post a presentar en público la casa de los libros (para mí lo sigue siendo después de cincuenta y siete años que vengo inhabitándola ad maiorem gloriam...) que ha tenido la generosidad y apertura de acogerme desde aquel lejano 12 de julio de 1958 en que, pletórico y desbordando vitalidad a borbotones, entré para realizar los exámenes de selectividad, a la espera del permiso para realizar la carrera de Letras, vía Filología Románica, que así se llamaba entonces. Nunca se me olvidarán aquellos día gloriosos y agobiantes de calor para un mozo recién llegado de los montes castellanos, donde las temperaturas bajo cero estaban a la orden del día.
  El caso es que llegué la tarde anterior, en el tren expreso que venía de Madrid, el omnibus en términos cultos de lengua, si que bastante humilde por la condición social de casi todos los viajeros: tenía dos secciones, segunda y tercera clase, con sus vagones diferenciados, de gutapercha marrón los de segunda, de tiras, regletas o esviros (localismo) de madera, "pintado pino" dirá después Espronceda en conocido poema que aprendí un poco más adelante.
  Me recibió un amigo que me avanzaba un año en el estudio y tenía la pensión (amable señora a la antigua que bien me trató aquella noche, por muchos motivos que no son del caso). Cenamos, dimos un paseo por la ciudad con la sorpresa de los naranjos nunca vistos y su estimulante olor. Al cabo, dí con mis cansados vente años en la perfumada cama de hopalandas finas y suaves, mesita de noche de granadina marquetería, jarra de agua de cristal, vaso de tibia leche y dos magdalenas caseras "deferencia de la casa", según palabras de la joven señora dueña del hostal privado.



  A las ocho de la mañana siguientes ya estábamos duchados y dispuestos a la prueba. El puente de piedra, la Virgen de los Peligros, la Glorieta del Ayuntamiento, la impresionante Catedral, Platería, La Merced, Santo Cristo y la fachada de la universidad, ante la que me detuve unos minutos para fijar en la memoria la imagen del gran portón y el rótulo en el frontispicio.
   Esta es la casa. Mañana , capítulo dos para describir el claustro y la Facultad de los exámenes selectivos. Antes, nueve menos cuarto, entré unos minutos a la Iglesia de los Franciscanos, puerta con puerta, de tantas resonancia y futura historia para mí.

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